Carta a un alumno de Bachillerato o por qué no debemos leer el Quijote
Voy a ser sincero contigo. Esta vez
procuraré hablarte muy claro. En realidad no solo te escribo para tratar
de convencerte de que no leas el Quijote, sino para que, con un poco de suerte, no vuelvas a leer nada, absolutamente nada que esté impreso en una hoja de papel. Como ya sabrás, el Quijote es
importante, por supuesto, pero también uno de los libros más nocivos y
peligrosos que se han escrito nunca. Pocas veces te harán una
advertencia tan útil. Si, a pesar de todo -o precisamente por ello-,
haces caso omiso, sabe que ya nada te salvará. Sabe que, a partir de
ahora, estarás perdido para siempre.
Primero prescindiré de la obra en sí y
trataré de dar respuesta a la cuestión más simple de todas: ¿por qué no
debemos leer? Por último, intentaré aclarar, a la luz de la primera
pregunta, los motivos principales por los que es necesario cerrar
definitivamente el Quijote y hacer un buen fuego con él.
Cuentan que durante la más temprana Edad Media, en los primeros monasterios y congregaciones religiosas, los compañeros de San Ambrosio -uno de ellos es Agustín de Hipona, que relata esta anécdota en sus Confesiones-
quedaban asombrados cada vez que este cogía entre sus manos un libro.
¿Qué hace?, se preguntaban los unos a los otros, ¿acaso no sabe leer? Lo
que motivaba tanta expectación no era más que el hecho de que, a
diferencia de los demás monjes, él leía en silencio, para sí, sin ni
siquiera mover los labios. Hasta la fecha, era costumbre verbalizar las
palabras. No se concebía otra cosa que no fuese la lectura para el otro,
que bien podía ser un feligrés, un monje o el mismísimo Dios. San
Agustín, que pensaba que Dios estaba en uno mismo, tampoco creyó
necesario esa comunicación exterior y, a veces, tan expresa. A partir de
entonces, la lectura pasó a ser un proceso que acarreaba una mecánica
íntima y secreta, dependiente tan solo de aquel que la ponía en
práctica. Todos la hemos experimentado alguna vez. Se trata de integrar
la voz narrativa que nos está contando la historia en nuestra propia
voz, de tal manera que llega un momento en que somos nosotros los que
nos contamos dicha historia, en un proceso que se asemeja al efectuado
mediante la reflexión. Es decir, cuando leemos, pensamos, hablamos con
nosotros mismos y, por ende, tratamos de conocernos y de conocer también
el mundo. Por ello la lectura y los libros llegan a ser tan importantes
en nuestra vida. Y por ello he comenzado hablando de este tema,
intentado así mostrarte hasta qué punto nos condiciona a la hora de
ponernos a escribir o a pensar. Todos somos Ulises y Homero, todos somos Don Quijote y Cervantes, todos somos Jim Hawkins y Stevenson. Todos somos personajes y autores de nosotros mismos cuando leemos.
Sin embargo, a estas alturas de la
historia, está ocurriendo algo inesperado: rescatamos, sin darnos
cuenta, el primitivo proceso de lectura que se abandonó comenzado ya el
periodo de la Edad Media. El hecho que nos lo prueba es la renuncia al
silencio, su olvido como elemento fundamental en la lectura y en la
reflexión. Observa que ahora todos sienten la necesidad de hablar con
todos. Observa que, por mucho que cierres las ventanas de casa, por
mucho que trates de aislarte, siempre habrá una llamada de teléfono, una
motocicleta que pasa, el camión de la basura, tu hermano pequeño con el
televisor a toda pastilla. Ni siquiera las bibliotecas, santuarios del
silencio, cumplen este requisito, ni los templos, si lo que se pretende
es rezar. Todo es ruido. Y la lectura ha regresado a la verbalización, a
la excesiva sonoridad. Cada vez nos cuesta más hacerla nuestra porque
hace tiempo que tememos el silencio de las cosas. Desconfiamos de una
calle silenciosa. De un paisaje en calma. Desconfiamos, sobre todo, del
taciturno, del introvertido. Su mutismo parece amenazarnos. Algo oscuro
ha de ocultar, pensamos. Algo sucio. El silencio se ha convertido en una
acepción más de la enfermedad. Si no quieres ser marcado tan pronto, es necesario que tires todos tus libros a la basura.
La lectura te hará fuerte, bien es cierto, pero al mismo tiempo te
convertirá en un apestado. Decir a un adolescente que lea -y no me
refiero a toda esa basura que los departamentos de Lengua suelen
sugerir-, esto es, que no se integre, que prescinda de sus semejantes y
se encierre en las enfermizas sensaciones que la soledad de los libros
procura, es condenarlo a una muerte lenta y dolorosa.
En este sentido, el Quijote es
toda una lección para la vida. La apuesta de Cervantes, su, por decirlo
de alguna manera, genio creador, es aplicable por entero a la tesitura
en la que te acabo de situar. El Quijote posee la virtud -que
es la virtud de cualquier obra maestra- de ser poliédrico. Se puede
abordar su lectura, y también su estudio, desde multitud de enfoques y
apriorismos, pero nunca daremos con la clave -si es que la tiene- que
permite que sobreviva al vaivén de los siglos. Al hilo del discurso
iniciado, dos temas me interesan de su lectura, pues los considero
apropiados a tu edad y a la época que te ha tocado vivir. Ambos habrán
de revelarte la respuesta a la pregunta de por qué no debes leerlo.
El primero es el de la melancolía. La palabra melancolía viene del griego y quiere decir literalmente bilis negra. Durante los siglos XVI y XVII -y, sobre todo, tras la publicación del Examen de ingenios para las ciencias, de Juan Huarte de San Juan,
en 1575, libro de gran fama en el que se pretendía un análisis riguroso
de la inteligencia con vistas a la disposición natural de cada hombre
para los oficios- se creía que todo ser humano poseía un temperamento
estructurado en cuatro cualidades primarias: frialdad, sequedad, humedad
y calor. Estas cualidades y la preponderancia en el carácter de unas
sobre otras daban como resultado cuatro tipos psicológicos claros: el
colérico -calor-, el sanguíneo (es decir, el optimista, el impetuoso)
-humedad-, el flemático (el impasible, el perezoso, el lento) -frialdad-
y el melancólico -sequedad-. Cervantes conocía muy bien estas teorías
cuando otorga a su caballero el sobrenombre de El de la Triste Figura,
entendiendo, por triste, melancólico. El estado melancólico era propio,
además, de los poetas y de los artistas, ¿y no es acaso un auténtico
creador Don Quijote al tratar de escribir o, en este caso, escrivivir,
sus propias hazañas? La melancolía de entonces podría muy bien
emparentarse con el típico estado de depresión actual; y es una idea muy
extendida que el acto de crear -como el de dar a luz- es doloroso,
convirtiendo así al artista en un maníaco depresivo, en un eterno
sufridor. Pero lo que hace a Don Quijote vivir en un continuo estado
melancólico es la añoranza, que, si nos fijamos bien, es la añoranza del
propio Cervantes.
Innumerables veces se ha dicho
que Cervantes es un hombre que pertenece al Renacimiento, que es una
especie de desterrado en el tiempo -prueba de ello es su continua
reivindicación, sobre todo para defenderse de sus enemigos, de la
gloriosa batalla de Lepanto y de su participación en ella; pero también
es sintomático que fracasara en su auténtica vocación de dramaturgo
intentando rivalizar con todo un Lope-. Imagínatelo regresando de su
cautiverio en Argel y creyendo que el mundo se ha detenido durante esos
cinco años que ha permanecido ausente. La realidad, enseguida, le quita
la venda de los ojos. Todo ha continuado su curso sin contar con él.
Esta es la sensación que nos sorprende en cada recoveco de su obra. El
famoso discurso de la Edad de Oro así lo constata. Allí justifica la
labor para la que ha sido elegido. La restauración de la orden de
caballería supone un intento más de reivindicar el pasado histórico, de
engañar a la memoria. Tal vez lo que nos estén mostrando Don
Quijote y Cervantes con tanta derrota sea la materialización de esa
añoranza. Pero para que exista añoranza, además de su objeto, debe
existir también esa arma de doble filo que es la esperanza, aunque se
conozca de antemano el fracaso que acarrea. En el capítulo XVII de
la Segunda Parte, Don Quijote justifica la esperanza con la siguiente
exclamación: «Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible».
Aquí se resume todo el contenido de la palabra melancolía. El
melancólico, el auténtico melancólico, es aquel que es capaz de
descubrir felicidad, motivos para vivir, en el barro de la tristeza. Muy
pocos melancólicos acaban suicidándose porque encuentran un sentido en
ese continuo estado de depresión, que es, no lo olvidemos, el propio del
artista, del genio, del creador, del estudioso. Por ello Don Quijote,
tras este lance con los leones, se hará llamar El Caballero de los
Leones y desterrará para siempre el adjetivo triste.
De la melancolía se deduce el segundo
tema que me parece interesante tratar aquí: la locura. La locura de Don
Quijote tiene dos facetas que ponen de relieve dos maneras de entender
la melancolía. Por un lado, Don Quijote es, en la Primera Parte, el
típico loco que sufre alucinaciones, que transforma la realidad viendo
cosas que no existen. Su tristeza viene del choque con esa misma
realidad y le empuja a añorar aquel pasado donde sí tenían cabida todas
esas cosas que él imagina que existen. Su locura es un puro anacronismo.
Pero es que, para hacer más dolorosa la experiencia, a Cervantes se le
ocurre que Don Quijote se vuelva loco a raíz de sus lecturas. Por lo
tanto, ¿acaso no estaríamos ante la cuestión del principio? Cervantes no
cuestiona el acto de leer, por supuesto, pero sí nos sitúa en el camino
de la desconfianza hacia todas esas creaciones que nos obligan a
enfrentarnos con nosotros mismos en soledad. La advertencia que te
hace Cervantes cuando lees el Quijote es ésta: cuidado, pues la
lectura te puede apartar del camino que marca la realidad, te puede
volver loco; no porque te creas un caballero andante, un detective
privado o una gran señora con una fortuna ilimitada, sino porque te
situará ante el mundo y te lo mostrará tal como es, sin piedad alguna,
tú solo, cara a cara con la evidencia más nefasta de todas: lo
maravilloso, lo fantástico, lo mágico es una cuestión de puertas
adentro. Sin embargo, esta locura -que, insisto, es la de la Primera
Parte- nos deja, al arrojarnos hacia la tristeza, un camino a la
esperanza; a saber: por muy hostil que sea la sociedad, siempre nos
quedará el refugio de la imaginación. A eso me refería antes cuando
señalaba el hecho de que el melancólico verdaderamente melancólico, el
artista con todas sus consecuencias, encuentra la salvación en su propia
locura.
Si el tal Avellaneda no hubiese escrito esa segunda parte apócrifa del Quijote, Cervantes,
sin duda, habría salvado a su personaje. Pero, diez años después,
obligado por dicho motivo a volver a retomarlo, decide que muera
apaciblemente en su cama, una vez recobrada la cordura. No obstante, Don
Quijote no regresa a lo racional al final de su vida, sino que es un
hombre completamente cuerdo durante toda la Segunda Parte. Es esta
cordura la que cerrará cualquier vía de escape, la que echará por tierra
cualquier posibilidad de salvación. Como diría Unamuno, Cervantes condena
a su personaje a la razón al despojarle de esa capacidad que poseía en
la Primera Parte de confundir la realidad con los frutos de su
imaginación. Ahora serán los demás personajes, lectores todos ellos de
la Primera Parte, quienes construyan las fantasías de Don Quijote. Verá a
Dulcinea como Aldonza Lorenzo, eso es cierto, pero no estará alucinando
cuando se tope con un caballero andante -el bachiller Sansón
Carrasco disfrazado- ni cuando se monte en Clavileño -un caballo de
madera con la cualidad de volar-. Aquí la cuestión va mucho más allá del
escenario que los demás construyen a su alrededor para burlarse de él.
Aquí la cuestión es mucho más dolorosa. Cervantes, diez años después de
la publicación de la Primera Parte, entona su canto de cisne exponiendo
una visión renovada pero también envejecida del mundo. ¿Y qué nos
muestra? Pues una realidad donde, no sólo no tiene cabida lo imaginario -Don Quijote ahora
sí ve molinos donde hay molinos y gigantes donde hay gigantes-, sino
que, a fuerza de real, se convierte en pura ficción. Nos asoma al abismo
de ese espejo multiplicado en el espejo del Barroco, por lo que anula
cualquier posibilidad de fuga del laberinto infinito de lo
cotidiano. Don Quijote, recobrada la cordura, es ahora, no un caballero
andante escapado de una novela de caballería, sino un caballero andante
huido de una primera parte escrita hace diez años donde se narran las
aventuras de un loco que se cree un caballero andante escapado de una
novela de caballería. El círculo, como podrás observar, es perfecto y
angustioso. Pero aún hay más. Los personajes ahora son lectores del Quijote; así pues, nosotros, lectores del Quijote,
¿por qué no podríamos ser también personajes? Aquí no hay juego de
realidad y de ficción, sino pura y dura ficción. Ficción con mayúscula,
donde cualquier dato, rasgo, apunte, vuelco, progreso o retroceso forma
parte de ella misma. La Segunda Parte del Quijote es la primera teoría de la conspiración que conocemos.
¿Y cómo queda, después de esto, la
melancolía? Devastada. Don Quijote se convierte en El Caballero de los
Leones porque de repente ha comprendido aquello de: Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible.
Esto quiere decir que la esperanza, el afán que lo impelía a ver cosas
que en realidad no estaban allí, ha quedado reducido al automatismo, al
destino prefijado y apático de la marioneta que sabe que, haga lo que
haga, jamás podrá escapar de los hilos que la mueven.
Durante tu larga carrera de estudiante,
te has encontrado con tipos como yo que han tratado de responder a la
pregunta contraria: ¿por qué debemos leer el Quijote?; y no sólo el Quijote, sino cualquier libro, artículo, fragmento o textículo
que te han puesto delante de tus narices como una condena. En esas
ocasiones, es obvio, se trataba de que leyeras; el qué era lo de menos,
pues, por si no lo sabes, desde hace unos años la lectura se ha
convertido en un tema recurrente de lo políticamente correcto. Tu
instituto está repleto de carteles que te animan a leer, de planes de
fomento de la lectura, de horas de clase y de tutoría dedicadas a
magnificar sus virtudes, a lavarte el cerebro con aquello de que un
libro es un amigo. A veces pienso que si tuviera tu edad no me lo
pensaría dos veces: rociaría la biblioteca del centro con gasolina y me
encendería tranquilamente un pitillo. Porque una cosa está clara: las
aficiones impuestas dejan de ser divertidas, y, si te venden algo como
divertido y después resulta que no lo es, ¿cómo esperan que reacciones?
Todo el mundo se esmera en que comprendas, en que acates una serie de
presupuestos que no estás dispuesto a comprender o a acatar. Y así, poco
a poco, tus profesores han terminado considerando un fracaso lo que no
es más que un error de planteamiento. No, leer no es divertido.
No, leer no es beneficioso para los intereses que lentamente han ido
creando en ti. Leer es difícil. Leer cuesta trabajo. Y la mayoría de las
veces no es nada gratificante. En ciertas ocasiones es
doloroso. Hay momentos en que las palabras impresas parecen clavarse
como cuchillos en las pupilas y en el corazón. Pero ellos insisten con
la misma cantinela. Lentamente, para que la realidad se adapte a sus
pifias, han ido desterrando de tus aulas los libros más peligrosos,
aquellos que te pueden quitar el velo de la mirada, y los han sustituido
por otros mucho más inocuos, placebos que te sugieren, como los
personajes de la Segunda Parte del Quijote, que la imaginación no cabe en este mundo, que la literatura no es más que una colección de consignas a la moda.
Los libros que hoy día te mandan leer en
el instituto también están llenos de ruido, anegados por la algarabía de
drogas, bulimia, padres separados, garitos que nunca cierran. Las
autoridades educativas públicas -las que me pagan el sueldo- y las
editoriales que se dedican al negocio de la enseñanza saben lo que se
hacen. En realidad es una estrategia que trata de protegerte del
silencio. Conocen bien a qué silenciosos territorios conduce la lectura,
el mal que esta te puede causar si te dejas tentar por sus ignotas
geografías, por sus heroínas de larga cabellera, por sus argumentos
políticamente incorrectos. Ellos buscan tu sociabilización. Por eso
llenan el mercado de toda esa ruidosa literatura sociabilizante.
Desean convencerte de que leer es divertido, de que ha de serlo por
narices. Y, para ello, te ofrecen el burdo realismo de un mundo de
paradigma y simulacro adolescente. Creen que esto es lo único que te
puede enganchar. Aunque fingen ser los guardianes del canon literario,
al final siempre terminan justificando su trabajo de sepultureros con
las excusas de siempre. El canon está repleto de libros complicados,
aducen, obras que ningún alumno entiende, que están anticuadas.
No obstante el canon les importa poco. No son guardianes de ningún canon. En realidad sólo se preocupan por ti. Saben que el Quijote,
como tantos otros que ya han ido desapareciendo de tu instituto, es un
libro peligroso que muestra esos dos tipos de horror que suscita toda
auténtica lectura. Y jamás estarán dispuestos a revelarte el secreto que
yo te estoy descubriendo ahora. No, no desean que sepas que leer te
hará conocer el pánico de sentirte fuera del mundo, de ir a
contracorriente. Pero, sobre todo, por nada del mundo querrían que
alguna vez te situases frente a esa sospecha que trasciende tu pequeño
mundo de relaciones sociales más o menos afortunadas, que abarca todo
aquello que eres capaz de percibir, que te desarma, que te hiere, que
termina aniquilándote inevitablemente cuando tienes una obra como el Quijote entre las manos.
La sospecha de que todo es una
gigantesca, inabarcable mentira que nunca podrás desbaratar, porque tu
desobediencia -y a ti, recuérdalo siempre, te quieren obediente- siempre
formará parte de ella.
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